jueves, 30 de julio de 2015

La goma

JAVIER LÓPEZ MENACHO


Zona anaeróbica ya. Y estos tres van como motos. El australiano va a ganar, lo sé. Hay gente que nace con el mismísimo rostro del triunfo y hay gente como yo, simples y llanos perdedores. Aunque de llano esto no tiene nada, qué más quisiera. El australiano sube como un ángel que busca el cielo. El cabrón que poquísimo habla, que poco gesticula, parece que lo acabaran de sacar del congelador, con esa engañosa actitud de “no puedo, espérame, ralenticemos esto”. Y luego te mete el hachazo, el condenado, cuando menos te lo esperas. Esta gente ni hace grupo ni hostias, sólo piensan en la victoria. En ganar, ganar y ganar. Como todos, pero a costa de todo, no sé si me explico. Es fácil diferenciarlos, su sudor huele a azufre. No somos más que instrumentos que le ayudan a llevarse la gloria. Pues conmigo no cuentes cacho mamón. Te vas a morir antes de que te haga un relevo. Me da igual la general, total, qué más da, quedar treinta, cincuenta o setenta, lo que cuenta es llegar y a final de año, cobrar por cada carrera finalizada. “Sí, yo las acabé todas. Ni siquiera el líder puede decirlo. Trae las primas, que me las voy a beber y a comer y a gastar saliendo de putas y en lo que me salga de los cojones”. 

Quién pudiera agarrar sus veintitantos. Un australiano, un alemán, un italiano y yo. Parece un chiste. Mis posibilidades sí que son de chiste. Mira cómo menean sus culos, cómo si fueran de aire. Me metí en el corte con tal de lucir el dorsal un rato y ahora heme aquí, pringado de barro hasta el cuello. Quién me mandaría. Despotrico contra ese pelotón acomodado que nos dejó escapar. Siempre pasa igual, los días que no queremos tirar, regalamos la victoria a dos o tres muertos. Yo soy uno de ellos, un muerto encima de una bicicleta.

Ya sólo me queda ir atrás haciendo la goma, y sé que me van a mirar desde más allá del odio, con los ojos prendidos en furia viva, como si no fuera corredor sino un apestado, un mercenario, como hacían con aquel polaco, Zenon Jaskula o el otro, cómo era, Mejía se llamaba, sí, Álvaro Mejía. Qué sabios los colombianos, acostumbrados a las alturas, menudos como fideítos que adornan la sopa, pero siempre inteligentes moviéndose en la carrera, ahora una especie extinguida. Yo los conocí a todos y a todos vi caer cómo moscas. No les importaba beber uno o dos chupitos o una botella entera si era de noche, la ocasión se presentaba después de los masajes y al día siguiente teníamos descanso. Qué grandes compañeros amantes de la vida. Me pregunto por qué ahora todo es odio. Odio las carreras. Odio correr. Me extingo y noto mis brazos menguar por momentos, miro y resoplo hacia cielo, y el sol con su fusta, zas, azotando mi espalda.

Temperatura cercana a los treinta y cinco grados. Un reguero de sudor recorre mi frente y gotea buscando el suelo, pero se evaporará antes de rozar el asfalto, un auténtico infierno. Y encima, a soportar estos miles de rostros fugaces que se suceden sonriendo, vitoreando y esprintando, siempre exigiéndonos el máximo. Pues corre tú con los huevos. Si por ellos fuera, correríamos hasta llegar la noche. Y si es por los sponsors, también. Todo por arañar segundos en pantalla, por que la gente lea Rabobank, o Lotto o cualquiera de estas marcas que mañana renegarán de nosotros. Coño, que somos humanos. ¿Habrán pasado alguno de ellos más de dos horas encima de una bicicleta? Mil euros a que no. ¿Conocerán cuando las piernas se entumecen y parecen de hormigón, cuando te asquea tu propio cuerpo, cuando el cerebro riega las venas con la sangre densa como la horchata? Cuántas de esas caras borrarían su hipócrita sonrisa si me dejaran apearme de la bicicleta y partirlas a pedacitos.

Tres y medio al grupo perseguidor y cinco kilómetros para meta. Apenas capto los números con el rabillo del ojo. El sudor ya es el prisma de mis ojos. Números y números, y qué más da, si todo se reduce a llegar o no, a pasar o ser pasado, a no dejarlos marchar como flechas luminosas, sólo se trata de eso. Toda mi vida esperando una oportunidad así, y cuando llega, me miran con condescendencia, como cuando miras a tu padre y por primera vez lo sientes anciano, quemado por los avatares de la vida, y entonces parece que se cambian las tornas y eres tú quién protege y no al contrario. Qué estará pensando el viejo en casa, sentado frente al televisor. Seguro que sabe que voy muy justo, enganchado como un alfiler al viento, a duras penas corredor para una prueba de tales exigencias. Ya me dijo que renegara y no asistiera, que no tenía necesidad, que es hora de ir pensando en el futuro y montar alguna cosita, un taller de bicis, un restaurante italiano o algo así, que en mi futuro jamás quedará París. Me pregunto dónde y cómo acabaré si antes no me mato en carretera. Lo cierto es que me hallo aquí porque me libré del corte antes de la prueba y los jefes confiaron en mi veteranía, en mi labor como gregario, en que vaya terminando etapas mientras ayudo a los más jóvenes a que no se descuelguen. Ahora me cago en los años y en no seguir a pies juntillas los consejos de mi padre. Voy a abrir un bar y beberme hasta la última gota de cerveza del mundo.

Algo me oprime el pecho y llega al bajo vientre, hostigándome sin piedad. ¿Será la culpa de quien no ambiciona nada? Si existes Dios, si estás ahí, escondido como una puta tras este sol de infarto o alguna de las nubes, que sepas que no pienso suplicarte más.

El alemán flojea al comenzar el diez por ciento en las rampas, como si corriera cojo. Me dijeron que va de EPO y otras cosas hasta las cejas, al igual que todo su equipo plagado de españoles, en la puja por ser los más corruptos. Parece que hoy no servirá de nada. Éste es más de escapadas llanas, como demostró en Italia. Es cuestión de tiempo que nos deje en paz. Antes de dar la batalla por perdida, intenta hacerme la goma a mí, el gran abuelo del pelotón. No chico, no, por quién me tomas. No te voy a dejar y además te voy a machacar con un ritmo por avanzadillas, lleno de arranques inconclusos. Los demás saben que con estos cambios de ritmo lo eliminaremos y se quedará salivando en medio de una pájara. Y juegan la misma carta, al desgaste. Lo ataco. Un ataque. Otro. Y otro. No voy tan mal cuando me levanto de la bicicleta y el aire entra como a borbotones, directo al pulmón. El alemán se funde como un helado al horno, hace eses y se descuelga. Jodido sobrino de Merkel, púdrete en el infierno. Al australiano lo veo ahora como a un Sansón desmelenado e indomable. Cada pedaleo lo arrima irremediablemente a la gloria. Parece hecho de hielo y metal. Su afán nos carcome el alma. El italiano me guiña el ojo como diciendo, “nos va a follar”. Sí, nos va a penetrari. Y apretamos el culo, fruncimos el ceño y pedaleamos. Siempre, siempre pedaleamos.

Pancarta de último kilómetro. Las motos nos adelantan buscando la foto finish. Dan ganas de subirse a una. Se van a jugar la etapa al sprint, mientras yo me mantengo a rueda, prolongando la hora del fracaso. Solo espero salir en la foto, a mamá le gustan esas cosas. Nadie se somete a la agonía con la misma pereza que yo. Por fin entro al relevo y a quinientos metros de meta me sitúo en primera posición, paradójico, ¿Quién lo iba a decir? Pese a que la cadencia es lenta, no me valdrá de nada. Me vigilan acechantes, me olfatean el ano, me darán caza en apenas unos segundos. Los brazos se me vencen.

El italiano emerge desde la cola como un torbellino y en tan sólo dos pedaladas me saca una cabeza. Al menos deja un soplido de aire tibio que respiro con agrado. Le sigo como puedo. El australiano, autómata invencible, responde y acelera, tomando la delantera, a punto de marcharse. Qué envidia, que bueno es, es bonito ser espectador de las cosas bien hechas. Aprieto. El italiano echa el resto y me aparta con la mirada, cambiado nuevamente el ritmo y batiéndose en sprint con tal de rebasar al australiano. Se acelera como resbalándose y conecta con mi antebrazo. Ais. No quiero suelo, odio el sabor del asfalto. La valla se viene sobre mí e intento esquivarla. No quiero caerme. No puedo caer. Bailo, giro, apoyo el pie… y la carretera sigue ahí.

Al frente el italiano y el australiano no han corrido la misma suerte. La carambola precipitó al italiano hacia la rueda trasera del australiano, conectaron y ambos han caído al suelo. No hay otra explicación. Me da igual, lo veré en la tele. El australiano gime de impotencia cuando vuelvo a mirar atrás. Me dirijo en solitario a meta. Siento el universo sobre mí y ni siquiera sé cómo celebrarlo. Sólo pensaba en retirarme dignamente porque, qué cojones, amo este deporte y ahora me cae del cielo un sobresueldo, reconocimiento y dos chicas hermosas que me besarán delante de medio mundo. Algo parecido debe ser el cielo. Mi padre no se lo debe estar creyendo.

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